Salgan De Ahí, Se Los Va A Llevar La...

Mosa
Cuerpo

 

Amigo y compañero de andanzas en el micrófono, cuéntame una historia contador de aventuras, tú que las viviste en carne propia. Con éste monólogo interno observaba al querido Fede  buen locutor,  desparpajado y distraído  no sucumbía  al brillo los reflectores de la popularidad;  nunca se encandiló, lo tomaba como  la parte lúdica de este  quehacer, que hace que  te sientas popular y  famoso  cuando ya estas más enfermito del poder que emana la radio.

Tantas historias de no creerse pesan sobre la humanidad del buen Fede. Le pido al Dios tiempo nos siga reuniendo aquí,  para medianamente conocernos y contarnos cosas de la vida que  hacen más llevadera la existencia en éste lado del planeta. Sale la primera historia que me permito  embolsarme de éste gritón profesional.

Reconocido locutor cabinero de conocida emisora musical ranchera, tenía el gusto desbordado por las benditas mujeres  seres que todo lo pueden, sin ellas nada. El amor tocó a la cabina de éste hombre que  en algún momento con sus exactas alocuciones, derramó un ramillete de palabras en los oídos de asidua radio-escucha y  la costumbre se dio en trocitos, hasta convertirse en necesidad para empezar el día, posteriormente las voces encarnaron y los ojos completaron la imagen inconclusa que el oído comenzó.

Los oídos, las palabras y la imaginación hicieron su tarea: conquistar, seducir crear la necesidad de sentir a otro ser que ahora consideraba parte de la historia. Nuestro popular locutor tenía en su agenda –en aquel entonces no había celular- el número telefónico de la fémina que ya había sido tentada por las ondas hertzianas y la miel tan dulce de la boca de popular locutor: ¡cuando nos vemos míja.!

La cita estaba al aire, solo faltaba una tarde romántica y coincidir. No tardaron en completar los requisitos. Una comida mediana en precio, pero nutritiva para aguantar lo que vendría. Después un cafecito,  postre azucarado para provocar el sueño hipnotizante,  después  ganas de hacerle piojito a la cabeza de la acompañante y para no despertar habladurías de la gente –ya ven como es la gente de habladora-  es mejor aislarse del mundo, buscar un lugar en lo alto de la ciudad, aislado como enfermo en cuarentena; recorrer las cortinas pesadas de la habitación y despedirse del mundo de un pequeño vistazo desde el ventanal: adiós humanidad,  regreso voy a los brazos de mi amada.

El saco quedó congelado en el respaldo de la silla, la camisa desfajada y el cinturón ya no se encontraba en su sitio. Ella toda una estratega de infantería, tacones altos, ropa negra y recubierta con un saco ligeramente carmín; las zapatillas  desbarrancadas a la orilla de la cama, una con la suela para arriba –calzado nuevo- la otra atorada entre el buró y el aposento. El hombre del micrófono acostado a todo lo largo, con el pecho descubierto y la interesante  radioescucha lo masajeaba como curandera de Zumpango. Mientras tanto los dedos mágicos del profesional de la radio,  cual consola de transmisión ya modulaba  auxiliares y las ganancias;  para estas alturas el piso de la recamara del amor, lucia con ropa caída  cual soldados en batalla que habían dejado su vida y cedían ante los embates del enemigo.

Desnudos, piel a piel disfrutando de uno de los grandes placeres que nos da la vida.  Nuestro maestro y colega  siguió hablándole al odio para seguir derritiendo la muralla, todo dispuesto para que en aquellas cuatro paredes se diera un choque de trenes; gemidos de placer, palabras de locura, arrebato y desenfreno, a punto de pertenecerse esos cuerpos.

Como guión de película de Alberto Isaac, se escuchó desde el pasillo una voz grave de hombre ofendido. Salgan los dos, hijos de la chin…da, ya sé que están ahí dentro, se los va a cargar la chin…da, el escándalo a las afueras era ya inevitable;  la recepcionista, los camareros y el gerente  trataban de convencer al  marido cornudo de retirarse del lugar.

En el cuarto del buen decir y enamorar,  Romeo y Julieta se encontraban pálidos y  sin ilusión de seguir el ataque y avanzar con sus huestes el monte. Se enderezaron  y  el hombre trastabillando se enjaretó el pantalón, la camisa a medio abrochar y con tan solo una pieza del calzado llegó hasta el ventanal para trazar la huida ¡pero no! tercer piso avenida amplia,  flujo constante de autos y sin espacio para salir y esperar en la cornisa. Mientras tanto la consorte apuraba a sus cabellos a quedarse en su lugar, mal fajada –de la ropa y del cuerpo – corregía su pintura y su rostro dibujaba la desesperanza de un ladrón acorralado.

Las voces del exterior bajaron de tono, situación que llamó la atención a los apasionados de la radio, lentamente se acercaron a la puerta y colocaron su fino oído  –lo de fino, porque se conocieron por los oídos- voltearon al mismo tiempo y se miraron fijamente y  lo comprendieron todo: la alegata del cornudo, fue para los ocupantes del cuarto contiguo.

¡No puede ser! Exclamó nuestro experimentado locutor, su oído le había traicionado, el encuentro cambiaría de lugar, a estas horas el cuerpo ya no estaba para besitos, la fuerza de la gravedad había hecho acto de presencia.           

 

 

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